domingo, 12 de febrero de 2012

La memoria de todos

Por Pedro Aparicio

...me dirigí a Adolfo Suárez, impulsado por el afecto que sentía hacia él y que había aumentado tras la injusta desconsideración con que le despidió una opinión pública voluble, manejable y despiadada

El olvido, ese emisario de la muerte, ha invadido la deshabitada existencia de Adolfo Suárez. Yo soy uno de los 'conquistados' por el encanto personal de quien fue un presidente tenaz y valeroso. Al comenzar los años ochenta hablábamos por teléfono un par de veces al mes. Ante cualquier problema municipal me llamaba él y, si era yo quien le necesitaba, le tenía al aparato antes de un minuto. Aclaro que, obviamente, no era al alcalde de Málaga a quien el presidente del Gobierno atendía -aunque alguna vez aproveché la ocasión para asuntos de mi ciudad- sino al representante de los ayuntamientos, pues mis colegas me habían elegido presidente de la Federación Española de Municipios y Provincias. Gracias a la intervención personal de Suárez solucionamos muchas urgencias municipales. 

Pero fue al conocernos personalmente, cuando Suárez me sedujo. Fue un domingo en el Parador del Golf. El presidente venía a Málaga para almorzar con los suyos de la Unión de Centro Democrático andaluza, que celebraban así una victoria electoral. Su gabinete me había invitado días antes -«aunque va a una reunión con su partido, el presidente quisiera saludarle un momento al llegar»- así que acepté la cita, resignado a afeitarme y encorbatarme ¿un domingo más!, pero bien dispuesto a corresponder a su cortesía saludándole durante un par de minutos. 

Dos centenares de directivos regionales y locales, senadores, diputados y alcaldes de UCD, y yo con ellos, esperábamos al presidente en el Parador. La espera era larga a causa de un retraso en el vuelo. Por fin, pasadas las dos de la tarde y entre un revuelo de periodistas y flaxes, entra Adolfo Suárez con su sonrisa y su impecable camisa blanca. Todos se adelantan hacia él mientras yo permanezco, pues así lo creo prudente, en una segunda o tercera fila. Cuando se hace algún silencio, lo primero que dice Suárez es: «¿ha venido el alcalde?», y cuando los demás asienten y me señalan, me saluda amistosamente por mi nombre de pila y ante mi sorpresa, y quizá la de todos, me dice «vamos a hablar un rato a solas, si estos señores nos disculpan». 

Nos pasaron a una pequeña sala en la que estuvimos los dos ¿casi una hora! -él bebiendo café a pesar de su inminente almuerzo- hablando de Málaga, de ayuntamientos y de política. Yo me ofrecía a ir esa tarde al aeropuerto para acabar nuestra conversación, pues me daba apuro pensar en tanta gente esperando, pero él me retenía, animoso, cordial e interesado en cada tema. ¿Quién no sucumbe ante tales dotes de cortesía personal e institucional? 

Muchos años después y tras doce sin vernos -eran ya los noventa- encontré a Suárez en un acto en Madrid, homenaje de los investigadores a uno de mis maestros, el bioquímico Martín Municio. Al acabar me dirigí al ex-presidente, impulsado por el afecto que sentía hacia él y que había aumentado tras la injusta desconsideración con que le despidió una opinión pública voluble, manejable y despiadada. Me disponía a presentarme, recordándole mi nombre y mi antigua relación con él cuando, antes de que yo hablara y apretándome ambas manos, exclamó alegremente: «¿Pedro, qué placer verte! ¿Qué tal por Málaga?» Todo un alarde de memoria y amabilidad. 

Así era humanamente Adolfo Suárez. He querido recordar con admiración a quien ya no tiene esa memoria, ni tampoco otras facultades -audacia, simpatía, paciencia, decisión- que le permitieron ser un gran presidente. Lo que no ha perdido, estoy seguro, es su bondad, su sonrisa y su mirada limpia. Aunque él no lo sabe, ya está para siempre en la Historia. Y también en la memoria, mientras nos siga funcionando, de varias generaciones de españoles.